jueves, 10 de octubre de 2013

A 50 años de Hemingway

A 50 años de Hemingway
(Publicado por revista Astauros 2011)

 Jorge Arturo Díaz Reyes


Entre Oak y Ketchum fueron sesenta y dos años. Te bastaron y sobraron. Tanto, que tuviste que acabártelos a plomo. Por eso te recuerdan así, suicida y viejo, barbudo, bravucón, borracho y loco.


Es el cliché. Cierto, aunque injusto, porque no solo eso fuiste. Más, mucho más fuiste. Niño abismado en los inmensos lagos, pescando con tu padre, y horrorizado viéndole abrir a cuchillo el vientre a la india en aquel parto de monte. Infeliz, confinado por tu madre a vestidos de niña y clases de violonchelo mirando la ventana. Jamás lo perdonaste.


Qué ganas de volar, de saltar al vacío, de lanzarte a lo incierto; la ficción, la escritura, el combate, los toros, el amor, la aventura, el alcohol, la locura, la vida, la muerte. A todo le fuiste, libre, voluntario, arrojado, y aunque te omitieran lo hiciste. Viviste y moriste a tu aire, a tu estilo, a tu gusto. "Así es como he vivido y así  es como he de  vivir o no vivir".  Jamás te lo perdonaron. Y... !Pum! Aquel amanecer del dos de julio del sesenta y uno.


No era para menos, ya todo estaba hecho, y tú, enfermo, ido, gobernado... Hasta electrochoques te pusieron, y como si fuera poco, te espiaban, te investigaban en secreto, dizque por antipatriota. Pero los pillaste, a esos torpes del enano afeminado. "Yo he peleado por mi país en todas las guerras desde que vivo", les tiraste a la cara. Sí, a esos burócratas, a esos patrioteros, que habiendo evadido su servicio militar mientras tú te ofrecías, querían empapelarte.


Bueno, al fin y al cabo eras un respondón, y a veces con trompadas. Que lo digan si no, en el "Sloppy Joe's" de Key West, o en "El Floridita" de La Habana, o en "El Chicote" de Madrid o en cuanta cantina de buena y mala muerte pisaste, que no fueron pocas. Que lo digan, si no.
 

Además, es que todo lo contaste, todo lo escribiste, todo lo desperdigaste, todo lo fanfarroneaste. Desde tu periódico de colegio, los relatos escolares, los poemas, las crónicas, esos cuentos y esas viñetas maravillosas, y esas novelas malas pero aclamadas que publicaste, alcahueteado por: Sylvia, Sherwood, Stein, Faulkner, Pound, y hasta Joyce con quien salías en Paris de tragos y camorras. !Ah! y por la prensa, y por Hollywood, y por la voraz clientela del best-seller, y los del Pulitzer y la Academia Sueca que siempre andan en la movida, y al final, por todas las academias y las librerías, y las bibliotecas, y la historia toda. ¡Idola fori!  Hubiese refunfuñado Bacon de haber estado ahí.


Pero es que si tu obra no mereció tanto, tu vida, que está en ella, sí. Lo dijo García Marques en tu tiempo. Porque, romántico anacrónico, escribías con sangre. Digo yo ¿No?

--Vete a España, a los toros, para que aprendas --te aconsejó Gertrude. Como si los barrios criminales de Kansas y la hecatombe mundial que acababas de sobrevivir con poco más de veinte años no fueran suficientes. Y le hiciste caso. Primero Madrid, la plaza del Berro. Esa iniciación, ese arrobamiento, están en tu primera crónica taurina: La Fiesta de los toros es una tragedia. Buena, buena... Y luego, Pamplona, San Fermín, los encierros, las corridas, el desafuero, la bohemia, Cayetano, Hadley, los celos, todo lo pusiste en The sun also rises. Y cuando se lo mostraste a Ford Madox Ford te pregunto burlón: "¿Qué es esto Ernest, un libro de viajes?"


Pero como siempre, terco, no te amilanaste. Y te saliste con la tuya. Ese libro rompió, se vendió como pan caliente, y de pronto la notoriedad, el dinero y la Maison (de Miró) en Cayo Hueso: "La casa, ese lugar desde el que uno se lanza a la aventura y al cual siempre acaba por volver" . Y te lanzabas de verdad, tras los grandes merlines al Gulf Stream, tras el trago prohibido a Cuba, tras las grandes bestias al África, tras las esquivas palabras al papel, y tras los toros siempre a España.
 
Adiós a las armas. ¡Uff! qué melodramita juvenil. Sí, pero como todo lo tuyo, vivido en carne propia, sentido, testimonial, confeso si se quiere. Bueno, "Ninguna historia es mala si fuere verdadera", dijo Cervantes que te gustaba tanto. Y qué éxito.


Pero mejor, mucho mejor, de aquellos años, Muerte en la tarde. Increíble que un gringo, norteño, como tú, recién llegado a los toros, los hubiese profundizado y comprendido tanto, y que además los hubiese contado y explicado así, como decías: "La obra literaria ideal es el cartel de toros porque no dice  ni más ni menos de lo que hay que decir".


Y claro, cuando estalló la guerra civil, que hiciste tuya, también. Además, es que no te perdías ninguna. Pero esta te la ganaron, y todos la perdimos. Nadie gana las guerras. Y te fuiste pa'labana y no volviste más. Porque también perdiste a España, y encima, saliste con ese mamotreto, disparatado,  sentimentaloide y cursi: Por quién doblan las campanas !Qué boom! Era la época, era el tema, era el testigo heroico, y cierto, la oportunidad ¿No? Te la echaste.

Pero en medio de todo, tu estilo de vamos al grano, de las frases como directos a la mandíbula, de la cosa es así, verdadera, porque yo estuve ahí, se volvió a imponer, y comenzaron a tomarte en serio y a estudiarte, y a imitarte, y a envidiarte. Lo de siempre.


Y el pequeño Franco, que te hubiese fusilado de mil amores, necesitado de congraciarse con tu país, obvió tu pasado y te dejó regresar. Y qué te han dicho. De una, otra vez a los toros. Encontraste al hijo de Cayetano; Antonio, y le creíste más que a su padre, y lo  quisiste como si fuera tuyo, y lo escribiste, y lo describiste, y lo endiosaste hasta el colmo del desbocado Dangerous summer, que dejaste inconcluso por aquello del tiro en la boca.


“Era un viejo que pescaba solo en un bote, en la corriente del Gulf Stream y hacía ochenta y Cuatro días que no cogía un pez…”  Ese viejo eras tú ¿cierto? a la deriva en el mar de las palabras.  Escritor agotado, despojo de una vida ruda, escombro de juegos violentos, cuatro matrimonios, cinco guerras, dos revoluciones, mil y mil borracheras , riñas, accidentes, pesca y caza mayor, corridas y corridas, párrafos y párrafos, libros y libros, fama, premios, glorias, desengaños, demencia… y un disparó… ¡Púm!
 Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali X 2011

miércoles, 9 de octubre de 2013

Retrato de ganadero

Retrato de ganadero
 (Prólogo al libro Toro Bravo de Ernesto González Caicedo)

Jorge Arturo Díaz Reyes


Cuando pienso en Ernesto González Caicedo, la primera imagen que acude, no es la del hombre público, la del político, la del médico, la del ganadero, la del maestro de toreros, la del aficionado, la del investigador, la del conversador ameno…
 

La primera imagen es una vieja foto; niño, de unos diez años, con una muleta (de torear) plegada bajo el brazo, mirando fijo a la cámara, parado junto a su madre, a su hermano: Antonio José, y a Don Julián Llaguno y su mayoral, en la ganadería San Mateo (México).


Esa imagen me viene involuntariamente, quizás porqué cuenta su biografía desde antes de que sucediera. Una biografía larga, diversa en muchas esferas, pero concéntrica en los toros.

Los años y las cosas pasadas han mantenido vigente aquel retrato infantil. El muchacho de mirar confiado, se hizo hombre, médico, especialista, padre, político, parlamentario, alcalde, gobernador… Por todo eso y más pasó, enterró a sus progenitores, abandonó su profesión, conoció el triunfo y la derrota, superó vicisitudes, y aun sigue ahí, con la muleta bajo el brazo, dirigiendo la Escuela Taurina de Cali, criando toros, investigando, y mirando afirmativo al frente.   

 
El sitio y los otros personajes de aquella instantánea también cuentan historia, por supuesto. Los Llaguno, trajeron, entre los primeros, la sangre Saltillo a este continente; por el año de 1908, 40 vacas y ocho sementales. Lo hicieron apenas tres años después que Don Enrique Queralt, Conde de Santa Coloma, le diera por mezclarla con Ibarra para dar origen al encaste que glorificaría su nombre.


Dicen que andando por Sevilla en la Semana Santa de 1909, Antonio Llaguno (hermano y socio de Julián), llegó hasta  Don Antonio Ruiz de Quintanilla Marqués de Saltillo, gracias a la mutua amistad con Ricardo Torres “Bombita”, y que teniendo además en común su afición al juego de naipes, la proximidad fue tal que le permitió al mexicano, con la seguramente no desinteresada orientación del mayoral, seleccionar y adquirir más padrotes y vientres de las mejores reatas, los cuales en el microclima de sus fincas  zacatecanas: Pozo Hondo y San Mateo, se adaptaron y reprodujeron espléndidamente.


De allá, en 1946, fecha de la mencionada fotografía, Ernesto (padre) trajo al Cauca, con acierto, esta sangre Saltillo para luego reencontrarla con la misma que mezclada de Ibarra en España, importara de Joaquín Buendía, quien a su vez había comprado la ganadería del Conde por 1932.

Los otros del grupo: Doña María (madre) y “Tuco” (hermano), ganaderos ambos, también figuran en la leyenda del encaste saltillo-ibarreño en América.


Por estos días, precisamente, cuando la plaza de Las Ventas conmemora sus bodas de diamante y se ha homenajeado a Paco Camino, el torero que más orejas ha cortado en la historia de aquella, la primera del mundo, recuerdo  como el Santa Coloma, era encaste predilecto, no solo suyo sino de otras figuras de la dorada década de los sesenta.


Y en ella, con emoción evoco el 30 de diciembre de 1963, tarde soleada, que viví muy joven desde las gradas generales de “Sol”, cuando en el ruedo de Cañaveralejo, esas figuras: Diego Puerta, Paco Camino, “El Viti”, El Cordobés, acompañadas por “El Caracol y Manolo Zúñiga, en “corrida del toro”, le cortaron ocho orejas y tres rabos a un bravísimo encierro de Ernesto González.


A tantos años de luz, casi medio siglo después, el deslumbramiento de tanta brillantez no logra borrar en mi memoria los destellos que a un emite la bravura limpia de “Sangreazul”, el tercero, ni la faena estelar de Camino. Mi afición, mi respeto por esa generación de toreros, y mi gusto por el talante del toro Santa Coloma le deben a esos recuerdos.


Pero también a otros de más recientes épocas en las que los mandones, vaya uno a saber  porqué, han dado en soslayar este genotipo que a su pesar sigue tan campante ¿Podríamos olvidar acaso los testigos, aquel “Paquero” en Bogotá, cuando en diciembre de 1991 seis de los ganaderos más connotados de Colombia seleccionaron cada uno su animal, para que lo lidiara en solitario César Rincón celebrando su retorno al país, luego de la campaña admirable que acababa de realizar en Europa?

Saltó tercero, brava nobleza, pura lidia y una petición monumental de indulto que solo la inflexibilidad de José Noé Ríos, presidente de la corrida, impidió complacer. Pero nos haríamos insufribles enumerando los éxitos y sinsabores que desde temprano, primero junto a sus padres, después a sus hermanos y siempre con su Halma que es su alma, Ernesto González ha vivido como criador. Además, estas torpes líneas no tienen pretensión historiadora, si evoco algo es apenas para ilustrar que las opiniones ofrecidas en este libro no son fruto de una repentina iluminación, de una diletancia o de un capricho retórico, tan frecuentes en la literatura taurina.


Ganadero de segunda generación, crecido entre toros, observador, estudioso, con una sólida base de conocimientos biológicos fraguada en su rigurosa formación médica, con afortunada facilidad de comunicación, pero sobre todo con corazón de aficionado, el autor vierte su experiencia en estas páginas, mediante un lenguaje claro, directo, asequible  para iniciados y legos, pero dirigido por la lógica honesta del pensamiento científico.


Sin dogmatismo, sin vanidad, sin vaguedades regala su sabiduría sobre la genética y crianza del toro bravo, sin parar mientes tampoco en cuanto ha tenido que vivir, trabajar, y persistir para ganarla. Y la ofrece con gusto, con buen gusto, mejor.


Genética y crianza del toro bravo, todo (no solo del Santa Coloma), para todos los que tengan relación o interés en él; profesionales, aficionados, estudiosos, curiosos…

Es difícil llegar a público tan amplio y variado, dando a cada cual lo suyo en un tema tan especializado, tan complejo, como es la genética, pero esta es la intención que motiva, diferencia y justifica la obra. No es otro mamotreto para ser descifrado por eruditos tenaces, para ser usado como instrumento de tortura por maestros crueles, o para romper cabezas a estudiantes mártires. No.


Casi con sencillez y deleite de tertulia tabernaria, los vericuetos hereditarios del geno y el fenotipo se van iluminando, y el texto nos introduce a la dehesa de bravos, a sus tentaderos, a los libros de registro, a los parentescos vacunos, a las tareas de los mayorales, a la evaluación de casta, bravura, nobleza, trapío…, a la selección, a la inseminación artificial,  a la “toreabilidad”, a la “heredabilidad”, a la “repetibilidad”, a la coteja de notas (de herradero, de tienta, de lidia), a los coeficientes, a los índices, a los análisis, al problema de las caídas, a los empadres, a la comprensión de la quintaesencia de la Fiesta: el ser y el hacer del toro de lidia.


Quienes viven del toro, quienes viven para el toro, quienes asisten a las plazas con asiduidad, quienes lo hacen esporádicamente, quienes viven la corrida como un rito, quienes la gozan como un espectáculo, como una diversión, quienes la usufructuan como negocio, quienes la frecuentan como una obligación social, quienes veneran al toro como un dios, quienes lo temen como a una bestia, quienes le aman como amigo, quienes le tienen por enemigo, quienes toman al torero por un sacerdote, quines por un gladiador, quienes por un artista o quines por simplemente un profesional. 

Todos podrán hallar cosas dignas de leer en este libro.

De toros no sabe nadie, solo las vacas, y eso que no todas” dice un chascarrillo  que quizá deba su amplia popularidad a que la ignorancia es más fácil, pues no exige ningún esfuerzo. Estas páginas que siguen, demuestran a quien pueda interesar que no se necesita ser vaca para saber de toros, que se pude ser aficionado y entender, y que pese a la hondura propia del asunto, la comprensión del animal emblemático de la cultura hispana, enriquece la vivencia incomparable que depara la observación de su desarrollo y lidia.  
 

Todo el que con cualquier ánimo se aproxime a la tauromaquia o a la crianza encontrará no solo utilidad sino placer en lo que sigue. Las reseñas biográficas, los cuadros y los glosarios que orientan, enseñan, facilitan, matizan y son además ambientados y embellecidos por las ilustraciones de Diego Ramos, quien como Goya primero “se puso delante” para después llegar a pintar toros.


El sustancioso prólogo del maestro César Rincón aficionado insigne, torero histórico y ganadero trasatlántico engalana la edición, pero no solo con su firma que ya es harto, sino con el valor añadido de su autorizada opinión y su conocimiento profundo de los diversos niveles de la Fiesta.


Ernesto González Caicedo, cuya voz taurina he oído con fruición y respeto desde mis primeros años de aficionado, que también fueron los primeros de mi vida, me ha hecho el honor exagerado de invitarme a escribir un prefacio a esta su seria publicación que a nombre de Colombia se une a la vasta biblioteca taurina de la humanidad. Sintiéndome comprometido al máximo, me acordé, cuando me lo comunicó, de un dialogo, referido en las “Memorias de Clarito”, entre “Joselito El Gallo” y Daniel Trevijano empresario de Logroño:


--Si lleva usted los miuras, no vamos nosotros –dijo “Gallito”.

--Pero ¡Si no son para ustedes! --Contestó el empresario.

--No importa. ¿Quiere usted que el público diga que le dejamos los miuras a los otros?


Bueno, yo a diferencia del gran “Joselito”, sin la oportunidad de elegir, no he podido hacer más que amontonar aquí estas insuficientes, deshilvanadas pero también sentidas apreciaciones de lector complacido.

Cali, XI 2006

martes, 8 de octubre de 2013

¿TOROS NO?

¿TOROS NO?

Para la peña taurina La Sultana de Cali en sus 45 años
(Publicado por  www.burladerodos.com  y deltoroalinfinito.blogspot.com)

Por: Jorge Arturo Díaz Reyes

Bogotá 2009 El Juli con un Juan Bernardo Foto: Jorge Arturo Díaz 
La controversia: toros sí, toros no, es tan vieja como el toreo, que según los indicios prehistóricos es tan viejo como el hombre. Supongo que en tiempos inmemoriales el muchacho que por primera vez quiso jugar a esquivar las embestidas de un toro, debió recibir de su madre el primer discurso antitaurino señalando el riesgo e inutilidad de tal comportamiento. Y debió tener tan poco resultado que el discurso ha seguido repitiéndose, a lo largo de la historia, sin lograr impedir que el toreo llegara ritualizado, culturizado, industrializado y comercializado, hasta nuestros días.

No tengo la vanidad de creer, que, a estas alturas, mis modestas opiniones le agreguen algo nuevo a tan larga discusión. Tampoco aspiro a que prevalezcan sobre otras, o a que derroten a nadie. Solo pretendo explicar y explicarme porque yo voy con devoción a una corrida de toros y porque no encuentro esto, enfermizo, bárbaro ni criminal. El que mis opiniones vayan en contravía con una larga lista de personajes ilustres, que a lo largo de la historia han dedicado sus inteligencias y esfuerzos a combatir las corridas, me abruma y obliga un gran esfuerzo.

Una cosa he aprendido de los antitaurinos, y esta es: cómo se ven de inmorales, crueles, inconvenientes y reprobables las corridas de toros desde su particular punto de vista. Además, no me cabe duda de que su enfoque nace de sentimientos piadosos, de una intención protectora de la vida y de un deseo de abolir el sufrimiento y la muerte. Pero las descalificaciones, insultos y falacias en que incurren, aunque matizan, ponen humor y a veces ingenio en la discusión, son, de todas maneras, un síntoma de la intolerancia que acompaña todo alegato moralista, y el suyo lo es como el que más.

Pues aunque las cosas, especialmente las relativas a la moral, son según como se miran; cada quien cree (¿ciegamente?) que su modo es el único y no quiere tolerar, o reconocer, ni aceptar otro. Los convencidos de que no existe ni puede haber otra verdad, otra versión, otra ética que la suya, tienden a caer en la discriminación, en la cruzada, en la satanización del otro y por supuesto en la justificación de cualquier cosa que permita su negación, su eliminación, o en el mejor caso su desprecio. ¿Cuantas cosas terribles se han hecho a nombre de la moral? Bajo la sindicación de barbarie, crueldad e inmoralidad fueron destruidos, casi totalmente, los pueblos autóctonos americanos, para no mencionar sino un ejemplo histórico.

Pero si lo que deseáramos fuera entender al otro, en lugar de aniquilarlo, no habría más camino que aceptar la variedad cultural, la relatividad moral, la diferencia de las condiciones y motivaciones humanas. A la luz de tal apertura intelectual, todo hecho humano puede llegar a ser comprendido antes de ser condenado. Esto no quiere decir, por supuesto, que todo hecho humano deba ser aprobado, pero todo hecho humano si puede ser comprendido.

Condenamos el homicidio, pero... ¿Porqué negarnos a pensar en los sentimientos de mucha gente bien intencionada que aboga por el homicidio piadoso; la eutanasia? ¿O, de quien lo comete, contra su deseo, en acto de legítima defensa? Así, no todo homicidio es igual, ni quien lo ejecuta, necesariamente un insano, criminal o sádico.

Bueno, lo que yo me digo, aunque suene paradójico, es que correr un toro, herirlo y matarlo, no necesariamente implica crueldad, maldad, o inmoralidad. De hecho, todos los toros que por millones son devorados en el mundo pasan por ese proceso; se les corre y atrapa en el campo donde los crían para ser heridos y muertos en el matadero.

La corrida, por el contrario, y a eso me he referido antes, y otros muchos, mejor que yo, es un acto ritual, cultural, ancestral, tal vez el único que subsiste. En ella, el hombre, de una manera real, recuerda los tiempos primitivos en los que competía, por su vida, limpiamente en la naturaleza, sin jugarle sucio a las otras especies, de igual a igual, sin aprovecharse de su tecnología, de su superioridad, de su premeditación, sin maniatar o atontar a los animales para asesinarlos, sin cazarlos con alevosía, radar y cañonazos en el mar, sin retorcerles con impavidez y a sobre seguro el pescuezo para echarlos a la olla, sin freírlos vivos, sin hacerles emboscadas para escopetearlos a traición, sin inyectarles gérmenes y producirles terribles enfermedades en el laboratorio, sin aprisionarlos de por vida para exhibirlos en zoológicos y circos, sin esclavizarlos a perpetuidad en trabajos forzados que superan su resistencia, sin mutilarlos, sin castrarlos con animo de lucro, sin separar a las crías de sus madres para mejorar las ganancias, sin colocarles alimentos envenenados, trampas, señuelos o redes.

Porque lo cierto es que el hombre para sobrevivir, y esto parece una fatalidad, mata, debe matar individuos de otras especies, incluidos los de las especies vegetales que también tienen vida, y las bacterias y los virus, y a veces a especies enteras. Esa es la biología, la naturaleza es así. La lucha por la vida comporta la muerte de unos para sobrevivencia de otros. Desgraciadamente la especie humana lo hace cada vez en condiciones más cobardes, menos honorables, de mayor ventaja, de menos respeto por su víctima, con el mínimo riesgo para sí, con la mayor indefensión para su presa, vegetal o animal.

Eso no es culpa de las corridas de toros. Por el contrario, estas, las corridas, lo que nos recuerdan, es que no siempre fue así, que en otros tiempos el hombre para matar lo que se iba a comer también arriesgaba, daba la cara, como un individuo más de la naturaleza, que no abusaba cómo hoy de su abrumadora superioridad técnica contra todo lo vivo y lo inerte. Las corridas lo que nos recuerdan es que hubo un época en que luchamos por nuestra vida en condiciones mas equitativas, más honorables, mas valientes y tal vez más justas, no solo con los toros, sino con todos los seres vivos, y general con toda la naturaleza. Las corridas lo que nos recuerdan es que hubo un tiempo en que el hombre no era “ecologista”, sino ecológico.

¿Qué hay una cultura, que revalida ritualmente tales valores, lidiando y matando al toro bravo? Si, pero no matándole como de todas maneras moriría; fulminado alevosamente por una descarga eléctrica o un martillazo en un matadero de Europa o como mueren por acá en Hispano-América; desangrado por una puñalada trapera en el cuello. En la corrida, muere como un individuo, con nombre, en un acto de culto, de admiración y de respeto, y luchando de frente por su vida que fue para lo que nació.

¿Lo ideal sería que nada muriera? Quizás, pero eso no sería el mundo real, sería el paraíso. ¿Debemos entonces condenar a quien cercena las flores, sin dejarlas completar su ciclo vital, para homenajear a su amada? ¿A quien arranca las pobres papas de su lecho para echarlas en aceite hirviendo? ¿A quien mutila la vid se come la uva y escupe sus huesos? ¿A quien hiere los árboles para sangrarles látex? ¿A quien ciega con una horrible hoz el tallo del buen trigo para cocer el pan? No, no podemos hacerlo porque la vida es mortal, y lo sabemos, aunque nos cueste aceptarlo. Las corridas solo nos recuerdan que en medio de esa fatalidad inevitable, podemos, también vivir, sobrevivir, con algo de honor, valentía y lealtad.

No aspiro a debilitar las fuertes convicciones sobre este punto, de quienes abominan las corridas y no asisten a ellas, sé que no va a ser así. No pretendo convertir a los antitaurinos en aficionados. No quiero hacer propaganda a las corridas de toros, hay otros que se ocupan de eso. Yo, solo pretendo explicar porque merecen entendimiento y respeto las creencias de quienes las aprobamos y concurrimos a ellas. Además, porque, para mí, esa comprensión, esa tolerancia, debería ser mutua. Ni los antitaurinos deberían tratar de prohibir a los aficionados el culto de su tradicional rito. Ni los aficionados deberían intentar llevar, por la fuerza, los antitaurinos a las corridas. Pero no ha sido así, al menos de parte de los enemigos del toreo.

Desde las descalificaciones, del rey Alfonso X a los matatoros (por cobrar mucho), pasando por el anatema y la excomunión lanzados por el Papa Pio V, las campañas de prohibición de Jovellanos y Olaivide, hasta llegar a los antitaurinos actuales que abogan por leyes prohibicionistas, hacen hostiles manifestaciones y pintan paredes, tal vez el paradigma de intelectual antitaurino ha sido el ingenioso escritor español Eugenio Noel, quien hizo de su vida una cruzada contra las corridas.

Por su cuenta y riesgo, Noel recorrió España predicando contra ellas, escribió sesudos libros atacándolas, y asistió a las plazas de toros para desafiar a los aficionados. En una de tales ocasiones, en Valencia, Rafael Gómez "El Gallo" lo descubrió en una barrera, y conciliador, le brindó la lidia y muerte del toro Amargoso y regalándole al final también la oreja que le concedieron. El escritor le devolvió la montera con una tarjeta dentro que decía despectivamente: "Vale por un artículo". Artículo que, efectivamente publicó; "La Oreja de Amargoso", en el cual decía, entre otras cosas, al "Divino Calvo": "…las orejas que yo deseo son las suyas, no las del toro".

Este valiente, “cruel” y enconado detractor escribió cosas como esta, que cita Andrés Amorós en su libro "Toros, Cultura y Lenguaje": "De las plazas de toros salen estos rasgos de la estirpe: La mayor parte de los crímenes de navaja; el chulo; el hombre que pone la prestancia personal sobre toda otra moral; la grosería; la ineducación; el pasodoble y sus derivados; el cante hondo y la canallada del baile flamenco, que tiene por cómplice la guitarra; el odio a la ley; el bandolerismo; esa definición extraña del valor que se concentra en la palabra riñones y que ha sido y será el causante de todas nuestras desdichas; ese delirio de risa, de diversión, de asueto, que caracteriza nuestro pueblo; el endiosamiento del valor físico, duelo, riña, engalle, orgullo, fastuosidad, irreverencia; la libertad de poder hacer lo que de la gana; el echar por la boca todas las palabras soeces del idioma o del caló; el teatro del género chico; la pornografía sin voluptuosidad, ni arte, ni conciencia; el "apachismo" político, todos, absolutamente todos los aspectos del caciquismo y del compadrazgo; el ningún respeto a la idea pura; el desbordamiento del sentimentalismo sensual, grosero y equívoco, que rodea hasta las entrañas nuestra nación; la crueldad de nuestros sentimientos; el afán de guerrear; nuestro ridículo donjuanismo; la trata de blancas y la juerga, y en fin, cuanto significa entusiasmo, arrogancia, gracia, suntuosidad, todo, todo está maliciado, picardeado, bastardeado, podrido por esas emanaciones que vienen de las plazas de toros a la ciudad y desde aquí a los campos."

¿Habrá, según este bien redactado párrafo, alguna desgracia humana de la cual no seamos culpables los aficionados a los toros? Repasando diatribas como esta, repetición y compendio de las muchas que se nos han lanzado a lo largo de la historia, cualquier lector imparcial percibe la carga de afecto, la inequidad y sobre todo la poca verdad que desvirtúan las por lo menos treinta y dos imputaciones proferidas. Imputaciones que podríamos agrupar en siete categorías: morales, religiosas, políticas, económicas, ecológicas, culturales, salubristas y estéticas.

Pero toda ellas, nos hacen volver a donde comenzamos, a la básica, la primera: la moralidad, argumento socorrido de la intolerancia para dar o quitar licitud a todo acto; el toreo es cruel barbarie, luego es inmoral y por lo tanto ilícito, claman.

La verdad es que toda crueldad, todo abuso de la indefensión, toda complacencia con el sufrimiento ajeno, son contrarios al toreo y rechazados en él. Baste pensar que hoy en día el toro de lidia es el único animal que el hombre no mata a mansalva. Las heridas y muerte del toro, y eventualmente del torero, son incidencias trágicas, inevitables, propias del rito, que tiene carácter sacrificial y reproduce como un drama real esas insoslayables alternativas trágicas de la vida y de la muerte.

Pero los moralismos como los esteticismos, ya lo dije, son valores culturales, relativos. Lo que algunas sociedades y épocas consagran bueno para otras no lo es. En la cultura hispánica, el toreo no solo no ha sido inmoral, ha sido moralizante, puesto que comporta valores que le son (o le eran) caros: naturaleza, honor, valentía, estoicismo, lealtad, sinceridad, dignidad, belleza, verdad...

Ahí está todo el inmenso testimonio histórico, artístico, literario que traduce de infinitas maneras los profundos contenidos del rito. Hemingway, que no era hispano, pero sí buen aficionado, lo definió a su modo: “Los toros son absolutamente morales para mi, porque, durante al corrida tengo el sentimiento de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez terminada, me siento muy triste, pero muy a gusto”.

Madrid, III 15 2010, Jorge Arturo Díaz Reyes