Retrato
de ganadero
(Prólogo al libro Toro Bravo de Ernesto González Caicedo)
Jorge Arturo Díaz
Reyes
Cuando
pienso en Ernesto González Caicedo, la primera imagen que acude, no es la del
hombre público, la del político, la del médico, la del ganadero, la del maestro
de toreros, la del aficionado, la del investigador, la del conversador ameno…
La primera
imagen es una vieja foto; niño, de unos diez años, con una muleta (de torear) plegada
bajo el brazo, mirando fijo a la cámara, parado junto a su madre, a su hermano:
Antonio José, y a Don Julián Llaguno y su mayoral, en la ganadería San Mateo
(México).
Esa imagen me
viene involuntariamente, quizás porqué cuenta su biografía desde antes de que
sucediera. Una biografía larga, diversa en muchas esferas, pero concéntrica en
los toros.
Los años y las
cosas pasadas han mantenido vigente aquel retrato infantil. El muchacho de
mirar confiado, se hizo hombre, médico, especialista, padre, político, parlamentario,
alcalde, gobernador… Por todo eso y más pasó, enterró a sus progenitores,
abandonó su profesión, conoció el triunfo y la derrota, superó vicisitudes, y
aun sigue ahí, con la muleta bajo el brazo, dirigiendo la Escuela Taurina de Cali,
criando toros, investigando, y mirando afirmativo al frente.
El sitio y
los otros personajes de aquella instantánea también cuentan historia, por
supuesto. Los Llaguno, trajeron, entre los primeros, la sangre Saltillo a este
continente; por el año de 1908, 40 vacas y ocho sementales. Lo hicieron apenas tres
años después que Don Enrique Queralt, Conde de Santa Coloma, le diera por
mezclarla con Ibarra para dar origen al encaste que glorificaría su nombre.
Dicen que
andando por Sevilla en la
Semana Santa de 1909, Antonio Llaguno (hermano y socio de
Julián), llegó hasta Don Antonio Ruiz de
Quintanilla Marqués de Saltillo, gracias a la mutua amistad con Ricardo Torres
“Bombita”, y que teniendo además en común su afición al juego de naipes, la
proximidad fue tal que le permitió al mexicano, con la seguramente no
desinteresada orientación del mayoral, seleccionar y adquirir más padrotes y
vientres de las mejores reatas, los cuales en el microclima de sus fincas zacatecanas: Pozo Hondo y San Mateo, se
adaptaron y reprodujeron espléndidamente.
De allá, en
1946, fecha de la mencionada fotografía, Ernesto (padre) trajo al Cauca, con
acierto, esta sangre Saltillo para luego reencontrarla con la misma que
mezclada de Ibarra en España, importara de Joaquín Buendía, quien a su vez había
comprado la ganadería del Conde por 1932.
Los otros
del grupo: Doña María (madre) y “Tuco” (hermano), ganaderos ambos, también figuran
en la leyenda del encaste saltillo-ibarreño en América.
Por estos
días, precisamente, cuando la plaza de Las Ventas conmemora sus bodas de
diamante y se ha homenajeado a Paco Camino, el torero que más orejas ha cortado
en la historia de aquella, la primera del mundo, recuerdo como el Santa Coloma, era encaste predilecto,
no solo suyo sino de otras figuras de la dorada década de los sesenta.
Y en ella, con
emoción evoco el 30 de diciembre de 1963, tarde soleada, que viví muy joven
desde las gradas generales de “Sol”, cuando en el ruedo de Cañaveralejo, esas
figuras: Diego Puerta, Paco Camino, “El Viti”, El Cordobés, acompañadas por “El
Caracol y Manolo Zúñiga, en “corrida del toro”, le cortaron ocho orejas y tres
rabos a un bravísimo encierro de Ernesto González.
A tantos
años de luz, casi medio siglo después, el deslumbramiento de tanta brillantez no
logra borrar en mi memoria los destellos que a un emite la bravura limpia de “Sangreazul”, el tercero, ni la faena
estelar de Camino. Mi afición, mi respeto por esa generación de toreros, y mi
gusto por el talante del toro Santa Coloma le deben a esos recuerdos.
Pero
también a otros de más recientes épocas en las que los mandones, vaya uno a
saber porqué, han dado en soslayar este
genotipo que a su pesar sigue tan campante ¿Podríamos olvidar acaso los
testigos, aquel “Paquero” en Bogotá,
cuando en diciembre de 1991 seis de los ganaderos más connotados de Colombia
seleccionaron cada uno su animal, para que lo lidiara en solitario César Rincón
celebrando su retorno al país, luego de la campaña admirable que acababa de
realizar en Europa?
Saltó
tercero, brava nobleza, pura lidia y una petición monumental de indulto que
solo la inflexibilidad de José Noé Ríos, presidente de la corrida, impidió
complacer. Pero nos haríamos insufribles enumerando los éxitos y sinsabores que
desde temprano, primero junto a sus padres, después a sus hermanos y siempre
con su Halma que es su alma, Ernesto González ha vivido como criador. Además, estas
torpes líneas no tienen pretensión historiadora, si evoco algo es apenas para ilustrar
que las opiniones ofrecidas en este libro no son fruto de una repentina iluminación,
de una diletancia o de un capricho retórico, tan frecuentes en la literatura
taurina.
Ganadero de
segunda generación, crecido entre toros, observador, estudioso, con una sólida
base de conocimientos biológicos fraguada en su rigurosa formación médica, con
afortunada facilidad de comunicación, pero sobre todo con corazón de aficionado,
el autor vierte su experiencia en estas páginas, mediante un lenguaje claro,
directo, asequible para iniciados y
legos, pero dirigido por la lógica honesta del pensamiento científico.
Sin
dogmatismo, sin vanidad, sin vaguedades regala su sabiduría sobre la genética y
crianza del toro bravo, sin parar mientes tampoco en cuanto ha tenido que vivir,
trabajar, y persistir para ganarla. Y la ofrece con gusto, con buen gusto,
mejor.
Genética y
crianza del toro bravo, todo (no solo del Santa Coloma), para todos los que tengan
relación o interés en él; profesionales, aficionados, estudiosos, curiosos…
Es difícil
llegar a público tan amplio y variado, dando a cada cual lo suyo en un tema tan
especializado, tan complejo, como es la genética, pero esta es la intención que
motiva, diferencia y justifica la obra. No es otro mamotreto para ser
descifrado por eruditos tenaces, para ser usado como instrumento de tortura por
maestros crueles, o para romper cabezas a estudiantes mártires. No.
Casi con
sencillez y deleite de tertulia tabernaria, los vericuetos hereditarios del
geno y el fenotipo se van iluminando, y el texto nos introduce a la dehesa de
bravos, a sus tentaderos, a los libros de registro, a los parentescos vacunos, a
las tareas de los mayorales, a la evaluación de casta, bravura, nobleza, trapío…,
a la selección, a la inseminación artificial,
a la “toreabilidad”, a la “heredabilidad”, a la “repetibilidad”, a la
coteja de notas (de herradero, de tienta, de lidia), a los coeficientes, a los
índices, a los análisis, al problema de las caídas, a los empadres, a la
comprensión de la quintaesencia de la
Fiesta: el ser y el hacer del toro de lidia.
Quienes
viven del toro, quienes viven para el toro, quienes asisten a las plazas con
asiduidad, quienes lo hacen esporádicamente, quienes viven la corrida como un
rito, quienes la gozan como un espectáculo, como una diversión, quienes la
usufructuan como negocio, quienes la frecuentan como una obligación social, quienes
veneran al toro como un dios, quienes lo temen como a una bestia, quienes le
aman como amigo, quienes le tienen por enemigo, quienes toman al torero por un
sacerdote, quines por un gladiador, quienes por un artista o quines por simplemente
un profesional.
Todos podrán hallar cosas dignas de leer en este libro.
“De toros no sabe nadie, solo las vacas, y
eso que no todas” dice un chascarrillo
que quizá deba su amplia popularidad a que la ignorancia es más fácil, pues
no exige ningún esfuerzo. Estas páginas que siguen, demuestran a quien pueda
interesar que no se necesita ser vaca para saber de toros, que se pude ser
aficionado y entender, y que pese a la hondura propia del asunto, la
comprensión del animal emblemático de la cultura hispana, enriquece la vivencia
incomparable que depara la observación de su desarrollo y lidia.
Todo el que
con cualquier ánimo se aproxime a la tauromaquia o a la crianza encontrará no
solo utilidad sino placer en lo que sigue. Las reseñas biográficas, los cuadros
y los glosarios que orientan, enseñan, facilitan, matizan y son además
ambientados y embellecidos por las ilustraciones de Diego Ramos, quien como
Goya primero “se puso delante” para después llegar a pintar toros.
El sustancioso
prólogo del maestro César Rincón aficionado insigne, torero histórico y
ganadero trasatlántico engalana la edición, pero no solo con su firma que ya es
harto, sino con el valor añadido de su autorizada opinión y su conocimiento profundo
de los diversos niveles de la
Fiesta.
Ernesto
González Caicedo, cuya voz taurina he oído con fruición y respeto desde mis
primeros años de aficionado, que también fueron los primeros de mi vida, me ha
hecho el honor exagerado de invitarme a escribir un prefacio a esta su seria publicación
que a nombre de Colombia se une a la vasta biblioteca taurina de la humanidad.
Sintiéndome comprometido al máximo, me acordé, cuando me lo comunicó, de un
dialogo, referido en las “Memorias de Clarito”, entre “Joselito El Gallo” y
Daniel Trevijano empresario de Logroño:
--Si lleva
usted los miuras, no vamos nosotros –dijo “Gallito”.
--Pero ¡Si
no son para ustedes! --Contestó el empresario.
--No
importa. ¿Quiere usted que el público diga que le dejamos los miuras a los
otros?
Bueno, yo a
diferencia del gran “Joselito”, sin la oportunidad de elegir, no he podido
hacer más que amontonar aquí estas insuficientes, deshilvanadas pero también
sentidas apreciaciones de lector complacido.
Cali, XI 2006
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